Cádiz, salada claridad. Granada, agua oculta que llora. Romana y mora, Córdoba callada. Málaga, cantaora. Almería, dorada. Plateado, Jaén. Huelva, la orilla de las tres carabelas. Y Sevilla. Manuel Machado(Phoenix, 1936)
Primero, una impresión de lejanía: como si cada cuerpo estableciera un horizonte propio, con sus islas, con sus amaneceres presentidos, con sus barcos distantes. Aunque nunca tan lejos unos de otros como para no compartir algunas evidencias, una esencial complicidad. Parejas casi siempre. O corros bulliciosos que, apenas se despojan de sus ropas, parecen invadidos de una extraña ceremoniosidad, que les incita a jugar a las cartas, recluidos en posturas discretas, o a construir castillos en la arena mientras guardan la digestión como una más de tantas convenciones vigentes, pese a todo. Nadie se acerca a preguntar la hora. Nadie te pide fuego. Y solamente algunos paseantes de la orilla se atreven a afrontar con discreción los pequeños enredos que provoca un perro que olisquea los tobillos o un niño que se suelta de la mano e invade los dominios acotados por toallas tendidas y tumbonas, y luego se detiene y enmudece, hasta que alguien lo llama por su nombre o se acerca a buscarlo y los dos juntos se reincorporan a su lejanía, igualados, ahora, por la luz que les dora la espalda y por la ingenua cadencia de las nalgas al andar. La piel, en ocasiones, es el más denso de los vestidos, el que oculta mejor lo que uno cela de los otros. Hay quien, desnudo, ofrece a las miradas ajenas su compacta opacidad, igual que otros parecen derramarse en las delicadezas de su piel o en la evidencia sensitiva, alerta, de lo que normalmente ocultan, flores o signos de un extraño abecedario, animales dormidos, criaturas abisales, antiguas cicatrices o estigmas de una herida irrestañable. Y hay quien conjura, al desnudarse, el sueño de un mundo sin deseo, o con deseos convertidos en meras variantes de una curiosidad gratificada. Sin embargo, tampoco aquí se cumplen esas expectativas. Revestidos de luz, de convenciones, de distancia, de la mera inocencia de la piel en sus imperfecciones y en sus signos, el sol poniente nos convierte en sombras, siluetas que transitan sobre el vivo azogue de la orilla. Hay quien se cubre los hombros y quien se recluye más, si cabe, entre sus pertenencias. Y hay también quien se incorpora, en este tránsito de la luz a las sombras, al desfile orgulloso de cuerpos junto al mar. Reaparece el deseo con la luz declinante, y también el viejo anhelo de compartir la desnudez con otros bajo un pacto de mutua entrega. Algunos optan por retirarse entonces, forman un éxodo modesto de parejas que arrastran parasoles y butacas en dirección a los aparcamientos. El paraíso se disuelve en sombras. Y sólo el aire es transparente y sólo la playa alcanza a desnudarse ahora.